Los Americanos Deportados
Más de 600,000 niños nacidos en EE. UU. de padres indocumentados viven en México. ¿Qué pasa cuando regresas a un país que nunca has conocido?
Las clases empiezan temprano en la Escuela Secundaria Técnica número 26. Mientras los primeros rayos de sol se abren paso por las faldas del volcán Popocatépetl, en el centro de México, las calles angostas se llenan de estudiantes solos, en parejas o en grupitos que ríen.
El día empieza más temprano para Ashley Mantilla que para muchos. Un lunes del pasado mes de junio, mucho antes de que saliera el sol, la quinceañera salió de la casita de tabicón donde vive con su hermana, su hermano y sus padres. Pasó el limonero bajo el cual ella y su familia conviven con los invitados, pasó la letrina y el caballo flaco amarrado junto a casa de sus abuelos; llegó al camino que serpentea junto a una profunda barranca y lo siguió hasta el centro de su pueblito, encumbrado en las crestas debajo del volcán. Allí esperó el microbús que la llevaría hasta la Secundaria número 26 durante un trayecto de media hora. No es un viaje barato para hacerlo todos los días, y si sus papás están dispuestos a pagarlo no es porque les sobre el dinero, sino porque piensan que es una opción mejor que la escuela del pueblo. Allá hay maestros de verdad en vez de clases en video, y los talleres incluyen lenguajes de programación computacional; además de agricultura, conservación de alimentos y apicultura.
Eran las 7:30 y el patio de la escuela ya estaba lleno de adolescentes. Se formaron en filas muy derechas y se llevaron la mano al pecho mientras el Himno Nacional sonaba en un altavoz. Ese día Ashley tenía educación física, así que traía el cabello oscuro recogido y vestía su uniforme de deportes: pants y una playera con el histórico nombre de la escuela bordado; Niños Héroes, el cual hace referencia a los seis cadetes militares —el menor tenía 13 años— que murieron defendiendo la Ciudad de México de invasores estadounidenses en 1847.
En otras palabras, este ambiente se alejaba mucho de la otra vida escolar de Ashley, cuando era una estudiante americana que había crecido en un pueblo de Estados Unidos y asistía a una escuela pública local. En aquellos días Félix, su padre, trabajaba como cocinero en un restaurante y hacía mantenimiento de albercas. Su hermana mayor, Lesly, había ganado un certificado de excelencia académica con la firma del presidente Barack Obama, el cual atesoraba. Las dos estudiaban la historia de Carolina del Sur, su estado natal, comían pavo en Thanksgiving [Día de Acción de Gracias] y hacían muñecos de nieve en invierno. A veces algunos compañeros de escuela la molestaban y le decían que se regresara a México, pero esto más que nada la confundía.
«Yo no conozco México —les decía—. Soy de aquí». Sabía, desde luego, que sus padres eran de México y que a veces hacían planes de regresar, pero a ella no le gustaba pensar en eso. «Mi mamá siempre me decía: “Ven acá, te voy a enseñar español”. Y yo le contestaba: “No, nunca me va a hacer falta”».
En 2011 Nikki Haley, la entonces gobernadora de Carolina del Sur, firmó lo que se conoció como la ley “enséñame tus papeles”, basada en la infame SB 1070 de Arizona, que permitía a la policía convertir cualquier detención rutinaria de tránsito en un control migratorio. El estado también hizo que fuera más difícil para los inmigrantes indocumentados conseguir trabajo y tramitar una licencia de manejar. Las nuevas leyes eran parte de un esfuerzo por hacerles la vida más difícil y orillarlos a lo que los políticos del momento llamaban la “autodeportación”.
Los papás de Ashley se empezaron a preocupar, pues las tareas más cotidianas de su vida —manejar, trabajar, ir de compras— de pronto parecían muy arriesgadas. Pensaron en lo que había pasado unos años antes, cuando hubo una redada en una planta avícola de Carolina del Sur y muchos trabajadores fueron deportados sin sus hijos.
«¿Qué va a pasar si nos separan? —se preguntaba Berenice, la madre de Ashley—. “Sólo pensábamos en el bien de la familia». Entonces decidieron que era momento de llevarse a sus tres hijos —Lesly de 12 años, Ashley de 9, y Ángel de 5; todos ciudadanos de EE.UU. por nacimiento— del único hogar que conocían. En el argot migratorio, la familia planeaba “migrar de vuelta”, pero los niños difícilmente podían regresar a un lugar al que nunca habían ido. Ellos no iban de regreso, simplemente se iban.
El vuelo proveniente de Charlotte, Carolina del Norte, aterrizó en la Ciudad de México dos meses después de que entrara en vigor la nueva ley migratoria. La familia tomó varios autobuses que los llevaron lejos de la ciudad hasta la pequeña comunidad en la que los padres y los abuelos de los niños habían crecido. Las tiendas y autopistas fueron quedando atrás a medida que subían por empinadas laderas cubiertas de docenas de mangueras negras, la ingeniosa pero improvisada solución de los campesinos del lugar al problema de la irrigación. Los autobuses pasaron construcciones de adobe con techos de lámina y burros cargados de leña. «Oh my gosh —pensó Ashley—. ¿Aquí vamos a vivir?».
Las niñas se inscribieron en la escuela del pueblo y Ashley nuevamente fue el blanco de burlas, pero ahora por ser americana. Los niños se reían de su nombre raro y de su pésimo español. Aunque en Carolina del Sur era una de las mejores estudiantes, ahora tenía que tratar de aprender en un idioma que no sabía leer ni escribir y que a duras penas podía hablar.
Cuando los compañeros de Ashley le dijeron que no pertenecía a ese lugar, se rehusó a llorar frente a ellos; sin embargo, cuando llegó a su casa corrieron las lágrimas. No era algo fácil de oír, pero eso no significaba que no estuviera de acuerdo con ellos.
Ashley es una de los 600,000 niños nacidos en Estados Unidos que se cree están inscritos en escuelas públicas en todo México, desde nivel preescolar hasta preparatoria. Sus vidas son un reflejo de las complicadas realidades de las políticas fronterizas; de las llamadas familias de “estatus mixto” que se formaron del lado de EE.UU. cuando una frontera militarizada hizo que fuera demasiado difícil para los trabajadores estar cruzando de ida y vuelta; de las políticas de deportación que no toman en cuenta la presencia de los niños; de la oleada de regresos después de la Gran Recesión, que en los últimos diez años ha provocado que más mexicanos migren hacia fuera de Estados Unidos que hacia dentro. A menudo, los padres optan por dejar a sus hijos mayores con ciudadanía estadounidense con familiares o amigos, pues consideran que el dolor de la separación será una carga menor que el dolor de sentirse desplazados y fuera de lugar. Otros los llevan consigo, esperando que logren encontrar su lugar en un mundo diferente.
La suya es una generación nueva y singular que los académicos apenas empiezan a nombrar. “Los estudiantes que compartimos”, una frase que busca incluir a los estudiantes transnacionales que viven a ambos lados de la frontera, refleja la esperanza de que ambos países lleguen a desarrollar mejores apoyos para los estudiantes, a quienes —los investigadores coinciden— se les está fallando en términos educativos. Los investigadores con los que platiqué también hablan de “americomexicanos”, “los otros Soñadores [Dreamers]” y “Los invisibles”. Niños de “familias transfronterizas forzadas”, propone María Dolores París Pombo, maestra de sociología en el Colegio de la Frontera Norte, quien señala:
«Este problema de no poderse adaptar a México ni tampoco pertenecer a Estados Unidos es el de una generación que se quedó en medio».
En total, estos niños estadounidenses actualmente constituyen el tres por ciento de todos los estudiantes de México, aunque las proporciones varían. En algunos municipios donde la migración es especialmente común, uno de cada diez alumnos es estadounidense. Por todo el país las escuelas públicas están luchando por encontrar recursos para darles cabida.
«Es un problema enorme para México —me dijo Patricia Gándara, profesora e investigadora del Posgrado en Educación de UCLA—. Toda esta gente que de pronto aterrizó allá».
Como en el caso de Ashley, los estudiantes estadounidenses que llegan a México a menudo acaban en escuelas rurales, que son las que tienen menos recursos para ayudarlos. Ninguna escuela pública ofrece clases de español como segunda lengua, mientras que menos del 5 por ciento de los maestros hablan algo de inglés. Muchas familias, sobre todo si fueron deportadas inesperadamente, tienen dificultades para reunir y validar todos los documentos necesarios para inscribirse, lo que significa que los niños pierden meses o incluso años de clases. Algunos nunca vuelven a la escuela. A menudo los alumnos no tienen derecho al seguro social y otros beneficios que sus contrapartes en México sí tienen. ( «Solemos pensar en ellos [estas familias] como indocumentados en Estados Unidos, pero nunca pensamos que son indocumentados en México», me dijo un investigador). Todo esto se suma a lo que de ya por sí es una transición difícil para la mayoría de los jóvenes: los estudiantes inmigrantes estadounidenses tendrán más probabilidades que los mexicanos de perder tiempo significativo de clases; ir en un curso que no corresponde a su edad; detestar la escuela; sentirse alejados de sus maestros; y desertar.
Conocí a Javier, de 13 años, y a Andrew, de 11 a las afueras de Tijuana. Un día del año 2014, después de haberlos llevado a la escuela en Palmdale, California, Eve, su madre, fue arrestada en un semáforo por no haber pagado unas multas. La siguiente vez que los chicos la vieron fue en un centro de detención. Eve llevaba 16 años en EE.UU. y sus hijos nunca habían vivido en otro lado. Ella hubiera querido que, como sucedió con sus hermanos mayores, Javier y Andrew permanecieran en Estados Unidos, aunque sólo fuera porque hay mejores escuelas. Sin embargo, ellos aún eran muy pequeños y la necesitaban. Un juez le dijo a Eve que la mejor alternativa para volver a ver a sus hijos era declararse culpable de un delito migratorio. Al día siguiente, la dejaron en Tijuana con la ropa que traía puesta. Unos meses después, la tía de los chicos tomó el auto y cruzó con ellos la frontera para que pudieran alcanzar a su madre.
«Sentí como si me hubieran deportado» dijo Javier.
María Galleta, quien tiene una pequeña oficina junto a uno de los pasos fronterizos en Tijuana y trabaja como voluntaria para ayudar a los recién deportados a ajustarse a su nueva vida, recuerda haberle explicado a un niño de 12 años cuando este le contó que lo habían deportado de Estados Unidos:
«¡Tú eres ciudadano! ¡A ti no te pueden deportar!»
Al parecer estas palabras no tenían mucha lógica para el niño, pues respondió con la simple verdad de su experiencia:
«Pero no puedo regresar» dijo.
Daniel Kanstroom, abogado en derechos humanos, tiene un término para los niños como él: “deportados de facto”.
Aunque desde su nueva ciudad pueden ver su país natal, Javier y Andrew no han puesto un pie en Estados Unidos desde el día en que se fueron, hace casi cuatro años. (Ni siquiera para ir a comer a Jack in the Box, que extrañan como si fuera un miembro de la familia que hubieran perdido, y que curiosamente es uno de los primeros negocios que ves al cruzar a EE.UU. por el cercano paso de San Ysidro). Ambos esperan regresar algún día, pero ese futuro aún se ve lejano e incierto. Tienen miedo de entrar a su propio país y no saben si se meterían en problemas por intentarlo.
Ashley Reprobó su primer año escolar en México; un golpe duro para una niña que siempre se ha esforzado por sobresalir. Dice que su maestro no tenía paciencia para brindarle ayuda especial a una niña de tercero que no sabía leer en español; parecía convencido de que ella era floja o estúpida.
Poco a poco, las hermanas empezaron —como dijo Lesly— «a admitir de una vez por todas que íbamos a vivir aquí». Empezaron a apreciar cosas de su nueva vida y pasaban mucho más tiempo afuera que cuando vivían en Estados Unidos. Les daba gusto haber conocido a sus abuelos. En un principio Ashley detestaba la comida y bajó de peso, pues se negaba a comer todo menos yogurt. Pero poco a poco empezó a preferir la comida nueva, que era tan fresca. Como muchos hombres de la región, su padre trabajaba un par de parcelas y cultiva frijol, maíz, durazno, aguacate y pera, tanto para la familia como para vender en el mercado. Aun así, ella pudo ver lo difícil que es la vida, lo baja que es la paga, lo duro que es el trabajo.
«Aquí el sol quema —dijo Ashley—. Se supone que hay que trabajar mucho. ¿Y qué pasa si no crecen las plantas?».
Lesly explicó:
«Lo que mi hermana está tratando de decir es que si vives aquí, aprendes a valorar las cosas».
Tomó poco menos de dos años para que dejaran de molestarlas casi por completo. Para entonces, tanto el español como la fluidez cultural de Ashley habían mejorado. Con el tiempo, llegó a ser la primera de su grupo otra vez. Se dio cuenta de que una de las razones por las que los otros estudiantes le tenían tanta animadversión era porque habían dado por hecho que ella iba a ser racista y elitista con ellos.
«Soy americana —protestó Ashley—, pero no del tipo que ellos creen».
Sin darse cuenta, en algún punto empezó a soñar en español en vez de en inglés.
Pero aunque el inglés desapareció de su vida diaria, las hermanas siguieron hablándolo entre ellas: era a la vez un consuelo y una frágil conexión con un futuro que temían perder. (Hoy, cuando Ashley comete un error gramatical o no recuerda una palabra en inglés, Lesly la corrige de manera inmediata y con firmeza). Cuando Lesly empezó a ir a la pequeña secundaria del pueblo, donde las clases son en realidad videos educativos producidos por el gobierno, se volvió la maestra suplente de los otros alumnos. Lo que llamaban talleres educativos —cultivar flores y duraznos para ganar dinero para la escuela— parecía trabajo más que otra cosa; aunque muchos padres y sus hijos no parecían preocupados por este hecho. El trabajo en los campos circundantes es el futuro más probable que les depara a los chicos que viven en los pueblos de la montaña, y es común que las chicas abandonen la escuela desde los 14 o 15 años para casarse y tener hijos.
Sin embargo, las dos hermanas y sus padres tenían otras ideas sobre la educación. Querían ir a la universidad, querían dejar abierta la opción de regresar a Estados Unidos a estudiar y trabajar. Soñaban con llegar a tener casas como las que recordaban en EE.UU. Lesly empezó a viajar diariamente a una escuela más grande; después, cuando fue su turno de empezar la secundaria, Ashley siguió sus pasos. En el pueblo trataron de explicar el cambio de una manera que no las hiciera parecer arrogantes, dijeron que simplemente tenía que ver con su estilo personal de aprender. Cuando recién entraron a la escuela nueva, ambas trataron de ocultar su origen estadounidense, pero las descubrieron en clase de inglés. «Es fácil detectar a los alumnos estadounidenses» —me dijo Óscar Vargas, maestro de inglés de Ashley—. «Aunque no hablen inglés abiertamente lo notas en su manera de pensar. Van más allá, quieren estudiar una carrera».
A Ashley y a Lesly cada vez les resulta más difícil definir quiénes son y a dónde pertenecen.
«A veces, cuando la gente me pregunta de dónde soy, no sé qué responder» dijo Lesly. Una de las cosas que más hacen sentir a Lesly estadounidense es la historia que aprendió en la escuela: considera que conocer el pasado de un lugar es parte de lo que te hace pertenecer a él. De vez en cuando, le gusta sacar su pasaporte de EE.UU. del lugar donde lo tiene guardado. Las palabras del preámbulo de la Constitución, que ella memorizó hace mucho para un proyecto escolar cuando estaba en Carolina del Sur, están escritas dentro.
«A veces me dan ganas de leerlo —dijo— y recordar que también soy de allá».
Cuando Ashley llegó a México se identificaba completamente como estadounidense.
«Ahora—me dijo— es mitad y mitad».
Esto se debe en parte a que ahora aprecia aspectos de ambos lugares, pero también refleja que no se siente acogida plenamente en ninguno. Cuando Ashley fue nombrada abanderada para la ceremonia de honores a la bandera de la Secundaria número 26, otros alumnos dijeron que ella no tenía derecho. Cuando le preguntó a una vieja amiga en Carolina del Sur por quién votaron sus papás en la elección presidencial del 2016, su amiga no le quiso decir. Otra amiga le dijo que ya no quería que regresara a Estados Unidos.
A principios de 2017, Bryant Jensen, profesor e investigador educativo de la Universidad Brigham Young, visitó la Escuela Secundaria Técnica número 26. Estaba buscando participantes para un estudio sobre el bienestar educativo que los niños nacidos en EE. UU. tenían en México. En un principio, recuerda, el director de la escuela le dijo: «No tenemos de esos estudiantes aquí». Pero en eso intervino una empleada de la dirección; se le ocurrían un par de chicos. A esos estudiantes, según resultó, se les ocurrieron unos cuantos más. En poco tiempo, Jensen tenía una lista de 17 nombres.
Algunos entraron a la oficina y se presentaron con Jensen en perfecto inglés. Otros habían olvidado el idioma o se habían mudado antes de poderlo aprender. Muchos no estaban conscientes de que, incluso en su mismo grupo, había otros con quienes compartían su país de origen. Estos chicos habían llegado de Oklahoma, Tennessee, California, Nueva York. De hecho, en la misma calle de la Secundaria, en el pequeño restaurante de su madre, conocí a una de las alumnas nacidas en EE. UU; una chica cuyos padres vivían a las afueras de Atlanta pero que se habían ido antes de que ella cumpliera 2 años. Ahora, con 14 años de edad, no tiene ningún recuerdo de su vida en Estados Unidos. Sin embargo, en algunas ocasiones llegó a usar el Street View (vista a pie de calle) de Google para explorar el antiguo barrio de sus padres y ver imágenes del hospital donde nació.
También estaba Leo Gutiérrez Rojas, que iba un año arriba de Ashley y había crecido Virginia. Durante el tiempo en que el chico vivió en Estados Unidos, sus padres tuvieron varios trabajos: en una fábrica de muebles, una fábrica de embutidos, una planta empacadora de Elizabeth Arden, un centro de distribución de Sysco. Cuando Leo tenía 3 años, su padre estuvo en un accidente de tránsito y acabó pasando tres años encarcelado, aunque la familia nunca entendió si se metió en problemas por el accidente o por su estatus migratorio. El hombre terminó siendo deportado cuando su hijo tenía 6 años, y él y su madre, Leticia, lo siguieron a México.
Leo era tan pequeño que no entendía mucho de lo que había cambiado. Pasó semanas llorando y pidiendo que lo llevaran al parque que solían visitar en Virginia, a casa de un amigo, al McDonald’s. En la escuela lo molestaban por no hablar español y luego por subir de peso (como Ashley, rechazaba la mayor parte de la comida nueva, lo que provocó que comiera muchas tortillas). Decidido a encajar, juró dejar de hablar inglés, y no lo hablaba ni cuando su padre trataba de practicarlo con él. Ahora lo ha olvidado, pero tiene mejor acento que los otros chicos de su clase de inglés.
En casa Leo es sociable, llama la atención y es gracioso, pero en la escuela guarda silencio. Sus materias favoritas son matemáticas y ciencias y sueña con una carrera en robótica; no obstante la escuela lo puso en el taller de agricultura.
Leo me contó que ahora él se considera mexicano con una parte estadounidense.
( «Porque tienes pasaporte» dice Leticia.
«¡Porque me gusta la pizza!» responde Leo).
Su mamá piensa que cuando él sea mayor volverá a Estados Unidos a buscar trabajo. Sin embargo, por el momento, a Leo le resulta difícil pensar en eso.
«No conozco a nadie. No sé a dónde ir. No me sé las libras, onzas, millas. ¡No sé ni cómo comprar una hamburguesa! —se voltea a preguntar a su madre—. ¿Todavía existe el Wendy’s? ¿Yo comía allí? ¿Me gustaba?»
Cuando Leo vio la película Río, que trata de un pájaro que pasa demasiado tiempo encerrado y no puede volar cuando vuelve a su hábitat, le recordó su propio caso.
«Creo que así soy yo» —dijo.
«La mayoría sueña con regresar», me dijo Eunice Vargas, investigadora que ha encuestado estudiantes en 86 escuelas en Baja California. (Como Jensen, se encontró con que muchas escuelas ni siquiera estaban conscientes de la presencia de esos estudiantes para poderlos ayudar. A menudo las escuelas reportaban que tenían uno o dos estudiantes y luego mandaban una corrección: “Perdón, no son 2, son 20”). Los niños, al ser ciudadanos estadounidenses, legalmente tienen derecho de regresar. Sin embargo, Vargas teme que llegarán mal preparados y que se verán atrapados en ciclos de pobreza, pues vienen de un sistema educativo que les ha fallado y que no fue diseñado para satisfacer sus necesidades. Eso los afectará no sólo a ellos, sino al país al que sus destinos están atados.
«¿Cómo es posible que al gobierno de Estados Unidos no le importen tantos niños estadounidenses? —pregunta María Dolores París Pombo—. ¡Es como un boomerang que se le va a regresar a Estados Unidos! Es una generación que no tendrá ninguna oportunidad educativa ni laboral. No sé qué va a pasar con ellos».
Jensen plantea el problema de manera concisa: aunque la frontera pueda partir las vidas en dos por un tiempo, «no existen los ciudadanos a medias».
Un día, mientras visitaba la casa de Leo, lo encontré estudiando para un examen de inglés. Me ofrecí a hacerle una prueba. El examen era sobre conjugaciones verbales, y una de las palabras era “estar”.
Al principio Leo no recordaba cómo traducirla, pero luego le llegaron las respuestas y repitió las conjugaciones con voz decidida y acento americano.
«I was —dijo— I am. I will be».
Después de la ceremonia de honores a la bandera en la Secundaria número 26, Ashley entró a clase de matemáticas. Se sentó con su mejor amiga de la escuela, Azunama, que también hace el viaje todos los días desde un pueblo más chico para no tener que tomar las clases de telesecundaria. Las dos chicas se pusieron a trabajar en silencio, trazaban puntos en una gráfica hasta que el diseño que los unía se hizo visible: una manzana. Mientras tanto, el resto del salón bullía entre pláticas y risas. Las cosas se pusieron más escandalosas en la siguiente clase; el maestro de ciencias sociales no llegó y, como el suplente tardó 20 minutos en llegar, varios muchachos decidieron salirse por la ventana. Las chicas, por su parte, tomaban apuntes de su libro de texto de historia, en donde había una breve sección sobre el movimiento por los derechos civiles en EE.UU. En deportes, mientras los alumnos seguían una rutina de ejercicios entre risas, el maestro hablaba sobre la clase anterior; en la que había cuatro alumnos estadounidenses recién llegados y el que era bilingüe tenía que traducir a los otros.
Faltaban pocas semanas para el inicio de las vacaciones de verano y que Lesly pudiera graduarse de preparatoria. Su plan era tratar de seguir estudiando en México por lo menos otro rato. Tanto a ella como a Ashley les gustaría ser maestras, pero la idea de volver a EE.UU., intentar ingresar y pagar una universidad allá les resultaba abrumadora. Le pregunté a Ashley si se atrevería a volver a su país natal a estudiar si surgiera la oportunidad. Se echó a reír por lo absurdo de la pregunta.
«¡Sí! —dijo—¡Sí! ¡Mil veces sí!»
La última clase del día era la de inglés. Ashley se sentó en la primera fila. Óscar Vargas, el maestro, la llamaba cada que otros alumnos batallaban. «Su compañera Ashley nos va a ayudar», decía. Aún con esas distracciones, la clase le resultó larga y tediosa.
«Es como un repaso de primaria» dijo.
A media clase los alumnos sacaron su libro de ejercicios de gramática, pero el escritorio de Ashley permaneció vacío. Había acabado su libro de ejercicios hacía más de seis meses por puro aburrimiento: el terremoto en la Ciudad de México sacudió sin piedad a los pueblitos en las faldas del volcán; derribando casas, iglesias y escuelas. La Secundaria número 26 quedó en pie a pesar de los daños, pero pasaron meses antes de que los alumnos pudieran regresar a clases debido a la reconstrucción. Ashley, mientras tanto, había leído y releído sus libros de texto para pasar el tiempo. El día escolar terminó. Las calles torcidas se llenaron nuevamente de grupos de estudiantes que gritaban, paseaban y reían. Ashley se quedó en la parada del microbús cerca de la Secundaria número 26; le esperaba un largo camino a casa.